"Cuando me enteré que Pablo se drogaba sentí un profundo dolor en el corazón y a partir de entonces comenzó a cambiar todo en casa. Al principio pensamos que con hablarle o ponerle penitencias como no salir o no ir a bailar íbamos a lograr algo. Cuando nos dimos cuenta de que era imposible pararlo, comenzamos a recorrer lugares donde nos pudieran ayudar: centros de recuperación, tratamientos ambulatorios y otros. Pero no logramos nada.
La angustia y la impotencia se apoderaron de nosotros. Cada vez era peor. Pablo se borraba de casa para que no lo viéramos por dos o tres días. Nosotros no dormíamos pensando qué sería de él. Teníamos mucho miedo, vivíamos angustiados, lo buscábamos por todos lados y recién cuando lo encontrábamos volvía a casa. Entonces le cortábamos las salidas. Se quedaba en casa y sólo salía con nosotros. Vivíamos muy mal, siempre persiguiéndolo, controlándolo.
Mi casa se había convertido en un desastre, estábamos cada vez peor, no teníamos paz. Discutíamos mucho, estábamos muy nerviosos. Yo creía que esa pesadilla nunca iba a terminar. Así pasaron años, no puedo precisar cuántos, tres o cuatro, no sé. Fueron varios años de dolor y tristeza.
La última vez se fue de casa por cuarenta días. Estaba en casa de unos parientes y no quería volver porque allá nadie lo controlaba. Yo estaba desesperada, vivía llorando. Fui a verlo porque no aguanté más. Quería hablar con él, ofrecerle mi ayuda, pedirle que se pusiera en tratamiento. Sabía que estaba cada vez peor. Sufrí mucho por no tenerlo en casa y porque sabía que su problema era grave.
Después, un día, pudimos hablar con él. El padre le propuso que se pusiera en tratamiento y le dijo que nosotros lo íbamos a ayudar y a apoyar en todo. Aceptó, es más, creo que estaba esperando eso. Al día siguiente fue él solo y consiguió una entrevista. Hoy Pablo está internado en San Miguel, recuperándose, gracias a Dios. Y nosotros podemos dormir tranquilos. Ahora podemos vivir y queremos vivir."
Fuente: Fundación Manantiales